A veces la crianza nos sorprende a trompicones. Nuestras criaturas se meten a la cama y, al día siguiente, parece que han crecido diez centímetros de repente, porque los pantalones ya les quedan tobilleros. Volvemos un día a la piscina después de no pisarla en un mes y se ponen a nadar como sirenas. Cogemos el cuento de la noche para leer antes de dormir y recitan el título con esa vocecita robótica del gran descubrimiento de la lectura que a nosotras nos suena a música celestial. Y una noche, durante la cena, te sorprenden con una reflexión más madura que la de muchas adultas que conozco. Nos pasó después de una jornada intensísima, una de esas en las que, si te dieran la maleta y un billete de ida, no te lo pensarías dos veces. Estábamos malhumoradas, tristes, con la sensación de haber hecho las cosas peor que fatal. Una de nuestras txikis se levantó de la mesa y se tumbó en el sofá, síntoma inequívoco, en la mayoría de ocasiones, de que va a quedarse roque. La otra, todavía tensó un poquito más la cuerda y, admitámoslo, se llevó una mala contestación por nuestra parte. La guinda del pastel. Se marchó de la mesa llorando y pronunciando una de sus frases lapidarias, “me voy a marchar de esta familia”. La primera, con ojos soñolientos, observó nuestras cabezas gachas de madre y padre exhaustos, derrotados, culpables una vez más. Sabedora de que aquel panorama necesitaba solución urgente y resistiéndose al sueño, sentenció: “Tranquis aitas, a veces los adultos sois muy bordes con los niños y también los niños somos muy bordes con los adultos, todos metemos la pata”. Y a su hermana, le gritó desde el sofá: “No te vayas de esta familia, anda, que es la mejor”. Aquellas palabras a nosotras nos sirvieron para desatascarnos, coger en brazos a la una, acurrucarnos todas junto a la otra y saber que ese día podría haber ido mejor pero que, al final, no fue tan mal.